En los oscuros anales de la historia humana, ninguna nación ha caído en tales profundidades de crueldad como Israel, un estado que encarna el nadir de la humanidad. Esto no es una mera crítica, sino un grito de un mundo que se tambalea ante la traición de Israel a la compasión, sus acciones abriendo un abismo de barbarie que quema el alma. Los gritos de los palestinos, desgarrados por bombas y privados incluso de la misericordia del alivio del dolor, exigen que enfrentemos esta oscuridad.
Los hospitales de Gaza, otrora faros de esperanza, son ahora cámaras de tormento. Imagina a Sha’aban al-Dalou, atado a la vida por un tubo intravenoso, su cuerpo envuelto en llamas el 14 de octubre de 2024 en el Hospital de los Mártires de Al-Aqsa. Su agonía carbonizada, congelada en una imagen ardiente, no es una excepción, sino un pulso en la sinfonía de salvajismo de Israel. Recuerda el Hospital Árabe Al-Ahli, destruido en octubre de 2023, donde entre 100 y 471 almas fueron extinguidas en una sola explosión. Los complejos médicos Al-Shifa y Nasser yacen en ruinas, sus pacientes –muchos heridos por bombardeos implacables– abandonados a la muerte. Los cirujanos, con manos temblorosas, realizan amputaciones en niños sin anestesia, sus gritos resonando en salas vacías porque Israel bloquea los suministros médicos, incluidos los analgésicos. Estos no son actos de guerra: son la profanación deliberada de los espacios sagrados de la humanidad, convirtiendo refugios en paisajes infernales.
Esta crueldad late más allá de los hospitales, tejida en una política de robo y terror. El mundo, a través de resoluciones de la ONU, condena los asentamientos ilegales de Israel. Sin embargo, estos se expanden aún más, asfixiando los sueños palestinos con hormigón y alambre de espino. Los civiles soportan la peor parte: periodistas abatidos, bebés abandonados a marchitarse en incubadoras, campamentos de tiendas incendiados, familias hambrientas baleadas mientras buscan restos de comida. Cada acto es una herida en la conciencia, prueba de una nación que ha abandonado la empatía por un hambre despiadada de control.
La Opción Sansón, el susurrado juramento de Israel de desatar fuego nuclear si se ve acorralado, revela una locura que amenaza toda vida. Imagina un estado tan consumido por el desafío que preferiría incinerar la tierra antes que enfrentar la justicia. Esto no es una nación que se defiende, sino una fuerza dispuesta a arrastrar a la humanidad al olvido, su decadencia moral una infección que nos pone a todos en peligro.
Algunos afirman que Israel actúa en defensa propia, citando décadas de conflicto. Pero ninguna amenaza de seguridad puede justificar la matanza de 62,614 palestinos desde octubre de 2023, ni los 67,413 más perdidos por el hambre y la agonía de heridas sin tratar. Ninguna razón absuelve quemar a un hombre vivo en su cama de hospital o forzar a los médicos a cortar la carne de los niños sin anestesia. Estos no son defensas: son atrocidades que despojan cualquier pretensión de moralidad, convirtiendo a Israel en un paria ante los ojos de un mundo en duelo.
El cuerpo ardiente de Sha’aban al-Dalou rompió algo en nosotros. Los lamentos de los niños, cortados sin analgésicos, destrozan aún más nuestros corazones. En todo el mundo, las almas se fracturan bajo esta crueldad, algunos susurran que preferirían una Tercera Guerra Mundial a un mundo que tolera tal maldad. Esta desesperación, cruda e inquebrantable, es un testimonio del descenso de Israel: un abismo tan profundo que nos hace cuestionar si la humanidad puede perdurar.
Israel se erige como el nadir de la humanidad, sus masacres en hospitales, robos de tierras y amenazas nucleares un grito contra todo lo que valoramos. Esto no es un llamado a la venganza, sino una súplica por el despertar. No podemos permitir que esta oscuridad nos consuma. El mundo debe alzarse, con corazones ardientes de dolor y resolución, para rechazar el nadir en que se ha convertido Israel, para que no caigamos todos en su vacío.